sábado, 12 de noviembre de 2011

Primo de Rivera y Durruti, dos muertes españolas

Hace 75 años coincidían en la misma fecha las muertes violentas de dos figuras claves de nuestra historia contemporánea

Imagen final de José Antonio y Durruti

         Hace 75 años, el 20 de noviembre de 1936, dos muertes coincidieron para cambiar la historia de España. Cada una cambió el signo, y el sino, de nuestro país. Desde dos ideologías opuestas, enfrentadas a muerte pero bajo unos mismos colores: el rojo y el negro. Anarquistas y falangistas perdieron ese día a sus máximos dirigentes, víctimas ambos de la Guerra Civil. Buenaventura Durruti, José Antonio Primo de Rivera. Hermanados en la sangre bruscamente vertida, sus nombres, sus muertes,  simbolizan y compendian las de tantos españoles.
Recordamos. Recordamos todos los muertos
         Los hechos sencillos son los de un dirigente político al que el estallido de la guerra encuentra detenido en Madrid y que, trasladado a Alicante, es juzgado, condenado a muerte y ejecutado. Los hechos sencillos son los de un dirigente militar y político que acude en socorro de Madrid sitiada, y que en zona de combate recibe un disparo en el pecho y muerre al día siguiente. Ambas muertes tienen sus enigmas y sus pormenores. Éste es el momento para reconstruir ambas muertes. Dos muertes españolas.

De Madrid a Alicante

         De José Antonio podemos contar que, tras fracasar Falange Española en las elecciones del 12 de febrero de 1936 que dieron el triunfo al Frente Popular, fue detenido el 14 de marzo por posesión ilegal de armas. A la vez, mientras se iba fraguando el golpe de Estado organizado por Mola desde Pamplona, al que Falange había comprometido su apoyo, los miembros más radicalizados de los diversos partidos de la derecha, especialmente la CEDA, se adhieren a Falange y aumentan la acción violenta contra la izquierda, en una espiral de violencia, con ataques constantes de las milicias de ambos bandos, que llevan a España a un ambiente irrespirable que presagia lo que ocurrirá el 18 de julio. Pero ésa es otra historia. Para alejar a José Antonio de Madrid, donde recibía constantes visitas, mantenía correspondencia con sus correligionarios e incluso impartía órdenes y daba instrucciones, es conducido, el 6 de junio, a Alicante. Allí sus posibilidades se reducen enormemente. Allí también estará encerrado, tras ser detenido en Madrid el 1 de mayo, su hermano Miguel y, más tarde y acusada de confabulación con los prisioneros, su esposa Margarita Larios y Fernández de Villavicencio (algecireña y miembro de la familia Larios de Málaga). Otro hermano, Fernando, será asesinado en Madrid el 23 de agosto en una de las sacas hechas en la cárcel Modelo, un dato que no llegará a conocer José Antonio.

Alicante. Primera exhumación (4 de abril de 1939) de José Antonio
según el NO-DO. Más tarde será exhumado en El Escorial

         Una vez comenzada la guerra, se extrema el cuidado en torno a los Primo de Rivera en Alicante, cuando se encuentra en sus celdas dos pistolas y cien cartuchos. E incluso, ya en agosto, un mapa que indicaba la situación militar en las Baleares. A partir del 16 de agosto, ambos quedarán incomunicados. Del estado de ánimo de José Antonio, de su visión de la guerra, puede encontrar el interesado un ilustrativo testimonio en el texto de la entrevista que en la prisión le realizó el periodista norteamericano Jay Allen y que reproduce Ian Gibson en su equilibrado, y necesario, estudio “En busca de José Antonio” (ed. Aguilar, 2008). El texto se publicará el 24 de octubre de 1936 en el “News Chronicle”, pero las declaraciones son de comienzos de mes. Lo que allí contesta el líder falangista, ante un Comité de Vigilancia, hará aún más difícil la clemencia. Mientras tanto, Falange, con una ayuda tibia de Franco y un interés considerable por parte de agentes nazis, prepara una serie de acciones, a través de acciones de comando o de negociaciones, que pudieran liberar al detenido. Un libro de Manuel Barrios, “Objetivo: Matar a José Antonio” (ed. Nowtilus, 2005), proporciona datos y lanza aventuradas hipótesis que cuestionan las verdaderas intenciones y peculiaridades de aquellos planes. El más serio de ellos,  para no incurrir en pormenores, lo resumiremos en que en septiembre de 1936 el carguero alemán “Iltis” recogía en Chipiona un grupo de once falangistas, entre los que se encuentra el jefe de milicias del partido, Agustín Aznar, y el cónsul honorario de Alemania en Alicante, destino de la expedición, con un millón de pesetas para sobornar en la ciudad de cautiverio a diversos republicanos. Hay contactos, ofertas de hasta seis millones y promesas de fuga del sobornado junto con su familia a zona nacional. El encontronazo de un guardia de asalto con Aznar, que deberá escapar disfrazado de marinero alemán, frustra la operación y pone en fuga al comando. Poco después se ideará el soborno del gobernador civil de Alicante y hasta una acción de comando en la que debía participar el boxeador Paulino Uzcudun, ex campeón de Europa. La impaciencia y la torpeza fueron las claves de estos fracasos sucesivos.

        Ante el destino

  Imposible el rescate, la muerte, tras la condena dictada el día 17 de noviembre se hace inminente. La defensa de José Antonio, realizada por él mismo, abogado de profesión, de nada ha servido. Al menos, su hermano y su cuñada, también defendidos por él, han tenido mejor suerte. Miguel es condenado a cadena perpetua, que se interrumpirá al ser canjeado por un hijo del general Miaja. Margarita sacará una condena a seis años por “provocación a la rebelión”. El delito de los dos hermanos fue el de rebelión militar. Las últimas horas las pasará escribiendo cartas de despedida además de su testamento (“Condenado ayer a muerte, pido a Dios que, si todavía no me exime de llegar a ese trance, me conserve hasta el fin la dolorosa conformidad con que lo preveo y, al juzgar mi alma, no le aplique la medida de mis merecimientos, sino la de su infinita misericordia...”). Se verifica el fusilamiento en el patio de la prisión a las siete menos veinte de la mañana de ese 20 de noviembre de 1936. Las últimas palabras verificadas de José Antonio, más allá de la propaganda y la hagiografía, fueron dirigidas al director del presidio momentos antes de la descarga: “Director, si algo malo he hecho, o le he molestado, perdóneme”. Otras cinco ejecuciones acompañaron ese amanecer la de Primo de Rivera. Su cuerpo tendrá como primer destino una fosa común, en la que será enterrado boca abajo y a un costado de la zanja en previsión de un futuro desenterramiento e identificación.

Traslado a Madrid, a hombros de la Falange
         
          De Aragón a Madrid

En aquella aurora de sangre estaba ya fijada la muerte del otro mártir, del otro villano, del otro héroe (se ofrece al lector la posibilidad de salvar o condenar a uno u otro  protagonista de ese día terrible). Herido la víspera, Buenaventura Durruti agonizaba. Tras resistirse a acudir a Madrid con sus tropas abandonando el frente de Aragón, había llegado con 3000 hombres el 14 de noviembre. El día 17 un ataque franquista provoca la desbandada de los suyos, lo que le lleva a organizar un asalto al Hospital Clínico, en la Ciudad Universitaria, lugar de los más encarnizados combates y recién ocupado por los rebeldes. Amanece con frío, lluvia y viento el 19 de noviembre. El combate volverá a ser a muerte. Hay cansancio, falta de sueño, desesperación. Rabia. A las 13 horas, avisado del empeoramiento de la situación en el Clínico,  va en coche hacia el lugar para dirigir el combate, para evitar un nuevo derrumbamiento. En un Packard conducido por Julio Graves viajan Durruti junto con el sargento de artillería José Manzana, su secretario y asesor militar, que lleva colgado del hombro un naranjero, pendiendo de su cuello un pañuelo en el que a ratos apoyaba su mano derecha, herida desde hace unas semanas. Durruti lleva bajo su chaqueta de cuero un revólver Colt 45. Les antecede, atravesando calles batidas por el fuego, otro coche que ocupan el chofer Lorente, el carpintero Miguel Doga y el oficial Antonio Bonilla. Este último es quien proporciona el testimonio clave de aquel hecho confuso.

Un disparo en la tarde

Cuenta Bonilla que en un momento dado, al detenerse el Packard en una calle que posiblemente era la de Julián Romea, “Durruti bajó para decirles algo a unos milicianos que estaban allí tomando el sol, tras una tapia. Aquella zona no estaba batida por el fuego”. Parece que Durruti los amonesta. “Nosotros estábamos en el otro coche, unos metros delante, y estuvimos parados unos tres o cuatro minutos. Cuando Durruti estaba entrando en el coche, iniciamos la marcha y, al mirar atrás, para ver si nos seguían, vimos que el Packard estaba dando la vuelta y se marchó a toda velocidad. Bajé del coche y les pregunté a los muchachos qué había pasado. Me dijeron que había un herido. Les pregunté si sabían quién era el hombre que les había hablado, y me dijeron que no. Le dije a Lorente que regresáramos inmediatamente. Eran las dos y media de la tarde”.
El féretro de Durruti en las calles de Barcelona

El chófer. Julio Graves, tras dejar a Durruti herido en el hospital habilitado en el hotel Ritz, en el que morirá al día siguiente, cuenta, conmocionado, a un periodista su versión, según la cual la calle estaba azotada por los disparos de ambos bandos. Allí, Durruti abronca al grupo de ociosos en desbandada: “Una vez que los muchachos obedecieron a Durruti, éste se vino hacia el coche. La lluvia de balas arreciaba cada vez más. Desde la gigantesca mole colorada del hospital Clínico los moros y la Guardia Civil disparaban con mayor ahínco. Al llegar a la portezuela del vehículo, Durruti se desplomó. Su pecho se hallaba traspasado”. Las opciones para explicar el disparo lo atribuyen a los nacionales, a los milicianos abroncados, a los comunistas, al arma de Manzana y al propio Durruti con su revólver. Por otra parte, las armas de las que pudo salir el proyectil posiblemente fueron o bien el subfusil alemán ERMA, modelo 1935, fabricado en La Coruña, el más sencillo de todos sus contemporáneos pero también el más peligroso al carecer de seguro, o bien el Naranjero español, una copia del alemán Schmeisser MP-28, usado profusamente por los dos bandos, y que toma su peculiar nombre del hecho de ser fabricado en Valencia para su uso por el ejército republicano. 

Graves y Manzana meten al herido en el coche y lo llevan al Ritz, donde en los quirófanos del sótano intentan salvar su vida hasta que a las cinco de la tarde lo llevan a una habitación del primer piso. La bala ha entrado por el costado izquierdo, a la altura del corazón, saliendo el proyectil por la espalda. Asustados por la gravedad de la herida y por la importancia del paciente, el equipo médico catalán optó por buscar al mejor cirujano disponible en Madrid, el doctor Manuel Bastos, que en sus memorias contará que “los que le rodeaban no se recataron en darme a entender que habían sido sus propios secuaces los causantes de la herida. Ésta atravesaba horizontalmente la parte alta del abdomen y lesionaba importantes vísceras. Era, pues, mortal de necesidad, y nada podía hacer por el paciente, que estaba ya en su último aliento. Aun pude oírle las que probablemente fueron sus palabras posteras. Fueron estas: “Ya se alejan”, aludiendo al ruido más apagado de las explosiones, que hacía creer en una retirada de los aviones atacantes”. Nada hay que se pueda hacer. Tan sólo darle morfina para que sea tranquila e indolora la muerte. Amanece cuando ésta llega. En una habitación del Ritz que, según las fuentes, pudo ser la número 15 o la 233.
La versión (y el homenaje) de los camaradas

Al entierro del líder anarquista, en Barcelona, acudió medio millón de personas. Según Antony Beevor, “su reputación era tan grande, y no sólo entre los anarquistas, que tras su muerte muchos quisieron apropiarse de su figura. La Falange dijo que tanto él como sus dos hermanos eran simpatizantes falangistas de corazón, en tanto que los comunistas manifestaban su certeza de que Durruti estaba a punto de ingresar en el partido”.
Tumba de José Antonio,
Basílica del Valle de los Caídos, Madrid

Tumba de Durruti,
cementerio de Montjuich, Barcelona

Igualados en la muerte y en el calendario, tal vez Durruti podría haber incluido en su testamento lo que hizo constar José Antonio en el suyo: “Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas calidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia.”
       


Artículo publicado en diario Sur el 12 de noviembre de 2011

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