viernes, 23 de marzo de 2012

La Revolución Cultural (y yeyé)

            Si una imagen de la cultura popular resume el frenesí de los años 60, la “década prodigiosa”, es, más allá que la cabeza de Kennedy estallando, o los astronautas llegando a la luna, la de las adolescentes gritando ante el paroxismo, pura histeria incondicional y absoluta entrega, ante los Beatles. Sí, los 60 fueron los años de la emergencia de la juventud como factor social alrededor del cual se creó una industria y una mitología propias. Sin gritos, pero igualmente con devoción, se lucieron las imágenes de Che Guevara, joven Cristo revolucionario. Pero si alguna escena hay que buscar entonces, hace 40 años ya, en que la histeria y la política se posesionaban del cuerpo de los jóvenes, hay que dirigir la mirada a la China de entonces, con las muchedumbres de jóvenes guardias rojos agitando el sucinto breviario que era, y es, el famoso Libro Rojo de Mao mientras el viejo Gran Timonel saludaba a la fervorosa multitud en la Plaza de Tianamén.

Cambiad el librito rojo por un teléfono móvil
(al sonriente de arriba se le puede dejar: no desentona)
y la imagen sería actual


            Hablamos de la Revolución Cultural, de lo que fue, de sus objetivos, desarrollo y brutalidad. Aún hoy, aquel episodio remoto sigue obsesionando a sus víctimas y a sus verdugos. No hay más que ver las intensas películas de Zhang Yimou, el director de cine chino más aclamado en Occidente, para contemplar cómo el fantasma de aquellos años, a partir de aquellas primaveras y veranos infinitos de hace cuarenta años, sigue agitando la conciencia y las pesadillas del pueblo chino y concitando entre los intelectuales de izquierda una reflexión sobre aquel monumental y cruento fracaso.

Dicen que el texto proclama
"Criticad el viejo mundo y construid uno nuevo
con el pensamiento de Mao Tse-Tung
como arma". Septiembre de 1966

            Ya en 1960, el presidente Mao anunció la llegada de una “revolución cultural” destinada a eliminar los “cuatro viejos”: las viejas costumbres, los viejos hábitos, la vieja cultura y los viejos modos de pensar. Hasta 1964 no empezarían a verse los primeros síntomas de este cambio con la abolición de los grados dentro del ejército; en mayo de 1966 aparecieron los primeros “dazibaos” (periódicos murales) denunciando el oportunismo y proponiendo las primeras víctimas, y el día 16 Mao firmará un decreto en el que ordena "Seguir las consignas del camarada Mao Tse-tung, denunciar sin concesiones la posición burguesa reaccionaria de las autoridades académicas que se oponen al partido y al socialismo, condenar y repudiar las ideas burguesas reaccionarias en el campo del trabajo intelectual, la educación, el periodismo, la literatura, el arte y la prensa, y tomar las riendas de estos ámbitos culturales". Estas consignas levantarían inmediatamente a los jóvenes, que se veían ante un horizonte chato en un país abocado al desastre, y por lo tanto prestos a la acción, que terminarán de manifestar su predisposición a ser los actores de este cambio el 3 de junio de 1966 con la marcha, por décimo día consecutivo, de centenares de miles de jóvenes por las calles de Pekín pidiendo la puesta en marcha del decreto que prometía el gran cambio, consiguiendo la dimisión del alcalde de la ciudad y de diversas autoridades universitarias y vitoreando al presidente. Lo que parecía una llamada a crear una nueva cultura, algo que sólo podía agradar a la intelectualidad europea que buscó ocasionar algo parecido con los disturbios parisinos de mayo del 68 (coincidiendo con la efervescencia del fenómeno chino), terminó siendo una pesadilla. El maoísmo sigue vivo en Nepal, donde una guerrilla de esa ideología intenta derribar una monarquía estúpida, y estuvo vivo hasta hace poco en Perú, con las hazañas delirantes de ese grupo de iluminados (y tanto que terminaron cegados por su propia oratoria) que se llamó Sendero Luminoso. Tras la promesa de Mao no había sino un intento de reafirmar su régimen a través de la acción de los 13 millones de jóvenes guardias rojos, ocultando los fracasos económicos que habían llevado a la muerte por hambrunas de millones de compatriotas. Todo lo que pudiera sonar a revisionismo, es decir, a crítica sobre quien había llevado al enorme país tan cerca del abismo, sería objeto de la furia revolucionaria.


Chino jugándose los puntos del carnet (del partido)

            Esta destrucción creativa se quedó en mera destrucción. Por poner un ejemplo, se destruyeron todos los pianos de China por ser instrumentos occidentales, y excepto cuatro óperas chinas consideradas como auténticamente revolucionarias, fueron prohibidas. No sólo el resto de las fascinantes y fantásticas óperas chinas, sino también absolutamente todas las óperas occidentales. Los monumentos que exaltaban a gobernantes anteriores y, por lo tanto, antirrevolucionarios, fueron destruidos. Las personas vestidas a la manera occidental (es decir, que no llevaran lo que todavía se conoce como “traje Mao”) fueron golpeadas. Los creyentes en cualquier religión dentro de la China atea, fueron exterminados. Los miembros de las minorías étnicas, perseguidos. Se buscaba una autarquía cultural extremista. China para los chinos, y para los chinos sólo cultura china y revolucionaria. Algo así. Desde el poder, para mostrar que se estaba de parte de esa revolución dentro de la revolución, se alentaba esta convulsión que no se quedó en lo meramente cultural. Miles, millones, de personas, fueron obligadas a autoinculparse de crímenes imaginarios, de discrepancias con la nueva línea del Partido, para ser encarcelados, linchados o ejecutados. Algo muy parecido a lo sucedido en la Unión Soviética durante las purgas de Stalin en los años 30. Es más, en búsqueda de la reeducación, y castigo, de los considerados como redimibles, se envió a multitud de intelectuales a trabajar la tierra en comunas agrarias en las que el control no difería mucho de los métodos del camarada Stalin o del mismo Hitler. Esta nueva esclavitud no quería solamente renovar el país, sino también hacerlo reflotar en su economía. Algún politólogo caracterizó al despotismo oriental por la unión de superpoblación e infra-alimentación. Algo así es lo que sucedió a partir de 1966.
Lo que acojona amilana
es la explosión nuclear al fondo (y a la izquierda)

            A mediados de julio Mao se hizo filmar y fotografiar nadando para mostrar que el viejo líder (tenía entonces 72 años) seguía en forma. Tanto, que la prensa oficial dijo que lo había hecho cuadriplicando la velocidad de la plusmarca mundial. En agosto de ese año Mao Tse-Tung publicó su artículo “Bombardead el Cuartel General”. Este título no tardó en ser adoptado por la legión de jóvenes guardias rojos que lo usaron, junto al ramillete de citas revolucionarias de Mao reunidas en octubre para formar su Libro Rojo, como cimento para una arrogancia que no haría sino crecer. Ya no se trataba de poner bajo el dedo acusador, doblado alrededor del gatillo de un arma, a los cuadros del partido en todos sus estamentos, ni a los representantes de la caduca cultura burguesa occidental, sino también a padres y maestros. La escala de valores, efectivamente, se subvirtió, hasta el extremo de que llevar gafas podía suponer un peligro. Un aviso de “cuidado con ése, que a lo mejor lleva gafas por leer basura imperialista y capitalista”.

Si es que son como niños...

En abril de 1969, el IX Congreso del Partido Comunista Chino proclamó el fin de la revolución cultural proletaria, se reafirmó el papel moderador del ejército controlado por Mao y se designó como sucesor suyo a Lin Biao. Para entonces, decenas de millones de muertos eran el resultado de esa pretendida nueva cultura. Los ejecutores materiales de las matanzas, los guardias rojos,  fueron enviados a zonas aisladas del país de las que no pudieron regresar hasta la década de los ochenta. Al final, de tanta destrucción (Mao hizo suyo el viejo lema anarquista de “hay primero que destruir para poder construir”) lo que ha quedado son un puñado de películas y novelas que testimonian la barbarie juvenil del proceso y una extensísima serie de carteles, en un delirante estilo kitsch las más de las veces, que sirven como ejemplo de la infamia unida al candor, la cursilería tiñendo la rabia. Mejor estábamos aquí, gritando por los Beatles (e incluso por Los Brincos).

Artículo publicado en diario Sur el 18 de abril de 2007

No hay comentarios:

Publicar un comentario