lunes, 25 de junio de 2012

El imperio eres tú


Presentación de la novela "El imperio eres tú", Premio Planeta 2011, de Javier Moro. Acto celebrado en el Centro Andaluz de las Letras (Málaga) el 4 de junio de 2012.


Este acto, la presentación de “El imperio eres tú”, de Javier Moro, se convierte en un placer. Tal vez porque presentar a Javier es algo obvio, innecesario. Miro mi ejemplar de “Pasión india”. Séptima edición, abril de 2005. La primera es de enero de ese año. ¿Hay alguien en esta sala que no haya leído a Javier Moro, que haya venido a ponerle voz, rostro, a sahib Moro? Seguro que no. Estamos aquí para disfrutar. De su compañía, de su palabra. Que sea para hablar de su última novela, galardonada con el Premio Planeta 2011, es, reconozcámoslo, un pretexto para esta multitudinaria reunión de amigos. Pero los actos requieren un procedimiento, un protocolo, unas normas. Para que sea él quien nos explique cómo surgió “El imperio eres tú” y nos confirme por qué nos gustó, debemos cumplir con la tradición y hacer que sea primero mi voz de lata la que trace las primeras líneas, burdas, del mapa de ese imperio que esta tarde nos congrega.

Al cerrarse el libro, las últimas palabras de Javier nos comunican cuál era su intención, “contar desde dentro lo que los historiadores han contado desde fuera”. Tarea descomunal, pero que vive Dios que Javier ha culminado con éxito. Desde este trozo de la península, es verdaderamente poco lo que conocemos del otro pedazo. Nuestra capacidad de asombro por las vivencias de esos portugueses transterrados a Brasil, sus aventuras de ida y vuelta, mantienen para nosotros la capacidad de encender el asombro, y mantenerlo a lo largo de 553 páginas. El nacimiento del Brasil independiente, la fortuna inestable de su creador, el emperador Pedro I de Braganza y Borbón, medio portugués y medio español y brasileño por elección,  es el tema de esta novela apasionante. Siendo los acontecimientos, múltiples, los que mantienen el peso de esta ficción poco ficticia, son, sin embargo, los personajes los que nos capturan desde un inicio. Y, más que los personajes, la forma en que Javier Moro, con certeras definiciones, pinta el carácter y las circunstancias de los personajes. 

La narración, basándose en citas de cartas, de diarios, de memorias, en diálogos,  tras la que se esconde una abrumadora bibliografía, mostrará cómo se cumplen esos vaticinios, cómo están plenos de matices y de vida. Así sucede con la relación entre el rey de Portugal, padre de nuestro protagonista, y su esposa: “Los esposos se tenían una mezcla de miedo mutuo, con un trasfondo de odio profundo y visceral. No vivían juntos desde hacía tiempo, desde que Carlota Joaquina aprovechó una depresión de su marido para intentar provocar un golpe de Estado y asumir la regencia de Portugal. Aquello fue la gota que colmó el vaso, aunque don Juan, que no era de temperamento rencoroso, reaccionó con indulgencia”. El propio monarca portugués, Juan VI, es presentado bajo una lente poco favorecedora: “Por primera vez en la historia, un monarca europeo se había mudado a sus colonias, y con él, toda la elite del país, una décima parte de la población. Reacio a tomar decisiones, aquélla, la única importante en toda su vida, resultó un acierto, ahora que lo veía desde la distancia. Pero en aquel momento se creyó un rey indigno de la confianza que el destino y su nacimiento habían depositado en él, incapaz siquiera de estar a la altura de sus responsabilidades ni de defenderse, un rey a punto de ser barrido por el vendaval de la historia.

                                Pedro I, emperador de Brasil


Pero Javier rehuye, estando tan claro el paisaje, de tomar partido. Estos personajes históricos, lastrados de debilidades y cobardías, de orgullo y de errores, sin embargo, y con la excepción de la citada reina Carlota Joaquina, hermana de nuestro Fernando VII y como él felona, rencorosa y estúpida, y de su hijo el infante Miguel, terminan haciéndose querer, o al menos haciéndose acreedores por parte del lector de una indulgencia serena y mesurada, una suspensión de la condena y del dicterio. En su mayor parte ajenos a la ejemplaridad, no son descritos, en sus acciones y sus facciones, a brochazos monocromos. La abundancia de facetas, de vida por tanto, evita que los odiemos o los  adoremos del todo. Javier Moro no cae, como tampoco lo hizo en su exitosa y notable, tan malagueña también, novela sobre nuestra maharaní de Kapurtala, en la mitificación de sus protagonistas. Aquí el protagonista medular es el emperador Pedro I de Brasil. Un hombre que erigió un país poderoso y nuevo, pero que lo hizo recurriendo por igual al amor por el pueblo y a la presión angustiosa de las circunstancias. El peso, amenazante, de la historia, las angustias que lo ponían entre la traición a su patria original y el amor por la que entre convulsiones se aproximaba al nacimiento, el respeto por su familia, los Braganza coronados  y zarandeados por el siglo, y la rebelión ante el abuso, la ruptura con los suyos, es algo que viviremos junto a Pedro, que nos hará sumergirnos en estas páginas plenas de tensión. Cuando el personaje se comporte como un conquistador adúltero y alocado, no nos ocultará Moro lo peor de ese carácter en efervescencia amorosa, prisionero del deseo: ¿Sospechaba algo Leopoldina? Hacía tiempo que sabía que su marido era un donjuán, ya lo tenía asumido. No le creía capaz de enamorarse ni de mantener una relación duradera en el tiempo. Lo sabía inconstante, caprichoso y voluble”.

Tal vez sea la emperatriz Leopoldina la que más virtudes atesore, la que se presenta como una compañera fiel y traicionada, que sufre pero a la vez mantiene la devoción primigenia por su marido y el sentido, tan germánico, del deber y del compromiso con su destino, la que mayor consideración puede recibir del lector. Pero será un respeto frío, teutónico también. La grandeza de la mansa y callada Leopoldina, atenazada entre el conservadurismo reaccionario de su padre, el emperador de Austria, y el liberalismo revolucionario y masónico de su marido, queda realzada por la venalidad corrupta de su gran rival amorosa, Domitila de Castro, que es el reverso exacto de la paciente y entregada emperatriz Leopoldina.  Las zozobras, el corazón herido, de la emperatriz Leopoldina, quedan expuestas en un fragmento magistral: 

“¿Dónde estaba la verdad y dónde la mentira? En el fondo Leopoldina jugó la carta del esposo-buen-padre-de-familia que puede tener algún desliz, pero que en el fondo es fiel hasta la médula a su matrimonio, a sus hijos y a los verdaderos valores. Aquello era justo lo que Leopoldina precisaba oír. Esas palabras le devolvían la vida que se le estaba yendo a fuerza de padecer su sufrimiento en silencio y fueron acompañadas del gesto de acercarse a ella, de pasarle el brazo por la espalda y de apoyar su cabeza sobre su hombro. Una muestra sencilla de afecto que tocó su fibra más íntima. Hacía tanto tiempo que no le demostraba ternura... Por un momento pensó que había recapacitado, y que volvía a casa, a sus brazos, a su regazo. Se sintió querida, aunque sólo durante un fugaz instante que bastó para convencerse de lo que en un estado normal de lucidez nunca hubiera creído. Era capaz de ver blanco aunque fuese negro. No tenía sed de afecto, sino también una enorme necesidad del amor de su marido porque la justificación de su vida giraba en torno a él: su matrimonio como deber religioso, sus hijos, su dedicación a la independencia, su vida en Brasil, su título de emperatriz, su existencia, todo. La vida sin él no podía considerarse como tal. Sola en un entorno hostil, necesitaba a Pedro como el aire que respiraba. Todo era válido con tal de mantener encendida una llama, por débil que fuese, en el corazón de Pedro, para facilitar el regreso del esposo infiel a la armonía familiar”.

                                  La emperatriz Leopoldina

Domitila, y con ella su clan y su pequeña corte de arribistas, es objeto de otro análisis intenso y a la vez desapasionado:

“Toda la familia disfrutó de prebendas. Era de conocimiento público que tras los nombramientos provinciales y hasta de algunos obispos estaba la alargada mano de la concubina. Sin embargo, Domitila no lo hacía para asumir poder político. No era madame Pompadour, no tomaba partido en las disputas y rencillas políticas, no era ambiciosa en ese sentido. Era muy hermosa y le interesaba más su atuendo que los asuntos de Estado. Leal con sus amigos, no tenía pudor en conseguirles favores, promociones, títulos de parte del emperador, y eso bastó para granjearle la furia de sus enemigos, que alegaban que su presencia en la corte estaba corrompiendo el imperio, lo que por otra parte era cierto”.

                                           Domitila de Castro

Creo que se va haciendo larga mi intervención, prescindible mi voz ante la pertinencia de la de Javier Moro.  Permítanme, para terminar, y para que la lectura de esta novela imperial sea imperiosa, leerles mi pasaje favorito de la misma y que encierra una de las muchas claves de este libro, la conversación entre el entonces príncipe Pedro y el general Hogendorp: 

“-Habéis vivido más tiempo aquí que en Portugal. ¿No os sentís de aquí, alteza?
-Soy portugués, general. La patria es la patria.
El general guardó silencio. Se oía el canto de los pájaros en la selva circundante, y el martilleo de Simba preparando harina de mandioca. El general volvió a llenar los vasos.
        -La patria no es donde uno nace- dijo al servirles.
        Se quedó callado un momento, y luego prosiguió:
        -La patria está donde está el corazón, lo sé por experiencia...
        Pedro le escuchaba, aunque no estaba seguro de entender bien lo que el general quería decirle.
      -Yo soy holandés de nacimiento –siguió diciendo el anciano.- Tengo nacionalidad francesa, vivo en Brasil pero mi patria... mi patria es Java. Es donde hubiera vuelto si hubiera podido. Por eso sueño por las noches que sigo allí... Veo caballos piafando en la veranda, y elefantes enjaezados con sedas llevando a princesas en sus torretas de oro... Diréis que estoy loco, y probablemente tengáis razón.
      En ese momento tendió el brazo hacia el paisaje que se desplegaba ante ellos, amplio, brillante de luz tropical, soberbio. Y dijo una frase que se quedó grabada en la memoria de Pedro.
      -Tened cuidado, alteza, de no volver a Portugal para pasaros el resto de vuestra vida añorando esto...
       Y abarcó con sus brazos aquella inmensidad verde y azul coronada de nubes, esa naturaleza exuberante cuya belleza no podía dejar a nadie indiferente”.

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