miércoles, 22 de agosto de 2012

Carlos Durán (in memoriam)

Hace unos años publiqué en Sur un perfil de Carlos Durán. Accedió a ser retratado por mi pluma, y para el fotógrafo optó, único caso en aquella larga serie de artículos, por posar con una máscara. Aquellos artículos ocuupaban una página completa. A cada lado, ocupando toda la altura del papel, el rostro de perfil, y de frente aunque limitado a la mitad, del artista. Tapado desafiante o pudorosamente por una máscara de hechuras vénetas. Hoy Carlos Durán ha muerto. Descanse en paz. A continuación, aquel lejano artículo, que debe verse ahora como un homenaje sin máscara.              


               Acaso no hay otro momento en que Málaga se parezca tanto a sí misma como en los cuadros de Carlos Durán (Málaga, 1949) en los que tanto parece California (una California de autos aerodinámicos, llenos de aletas satelitales, pero sin coches) o a cualquier otro lugar soleado y paradisíaco. Porque no ser como nosotros mismos es lo que nos distingue, y la manera que tenemos de amar esta ciudad es ignorarla cada día. Algo muy raro pero no descabellado, si caen en la cuenta. Lo que quiere decir que para hablar de Carlos Durán tenemos que tomar otra referencia y otro momento, y dar un salto al Madrid del año en que allí murió el tirano tambaleante y gallego, cuando el tarifeño Guillermo Pérez Villalta pintó un gran cuadro en el que aparecían los que entonces eran los jóvenes artistas de lo que poco después llegó a llamarse nueva figuración madrileña y en el que aparecían, y siguen apareciendo, dos pintores malagueños: Bola Barrionuevo y Carlos Durán.


                Carlos Durán se ha sabido mantener fiel a la heterodoxia de entonces, pero con diferencias que, sin llevarle a la herejía y al anatema, le muestran como un pintor que, si bien ha realizado elegantísimas pinturas como Perspectiva diurna (1979), que sirve por sí sola para hacerle doctor summa cum laude en esta disciplina, también muestra una tendencia a escapar de la nitidez perfecta de las formas perfectas de la belleza perfecta. Es un paradisíaco Carlos, pero con cierta rebeldía por la bonanza de ese, este, Edén, y así en sus naturalezas muertas hay formas que quieren huir de sí mismas, pescados que más que muertos parecen desesperados y voraces, agresivos casi, a punto de evaporarse o de transformarse en cualquier otra cosa.

                Y es que es la naturaleza, más que las bien construidas alegorías de, digamos, el propio Pérez Villalta o de Sigfrido Martín Begué, lo que constituye el centro de la obra de Durán, sea con este dinamismo contradictorio y angustiante de sus naturalezas muertas, sea en los paisajes, habitualmente del Monte de Sancha y El Limonar, donde ejercita Carlos con más placer la pintura. Las alegorías las guarda para representar el propio oficio de pintor, más que para reflexionar sobre él. Como Shakespeare en su tragedia del príncipe de Dinamarca, en la que hay teatro dentro del teatro, en Carlos Durán hay pintura dentro de la pintura, que es como decir un laberinto dentro de un espejo. En todo caso, celebración de un arte venerable, de unos caminos que Carlos Durán se niega a abandonar. Lo que significó la llamada Nueva Figuración Madrileña no ha muerto. Es un modelo que no se agota, y que tiene en su interior la habilidad suficiente para auto-regenerarse. Por ello la pintura de Carlos Durán se transforma con el tiempo, y es en su obra realizada en Venecia donde más se aparta de lo conocido en él, pero más que centrarse en la representación de los vidrios de Murano, en esas pinturas lo que hay es por un lado la estética de los pergaminos egipcios, con sus figuras inconexas y ensimismadas sobre fondo de oro, y en vez de referencias a Venecia, tan fáciles, las hay al abrupto arte etrusco.

                Así es Carlos Durán: egipcio o etrusco en Venecia, y paradisíaco en la ciudad del sol, por usar un título utópico de Tommaso Campanella más que el nombre de un lugar, lo cual es apostar por la fascinación roja de la piel del fruto ante la amenaza fascinante y la dulce espera de los ojos de la serpiente. Mientras no llega la expulsión y la juventud es eterna, Carlos Durán pinta. Y con su pintura, mientras tanto, nos salva.

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