viernes, 21 de septiembre de 2012

Visca el rei (d'Espanya)

La mujer a la que amo es catalana. Una forma como cualquier otra de evitar la perfección. No, demasiado personal, demasiado despectivo. Contrólate, Mario. A ver. España es una nación. Que fue una, que fue grande, que quiso, y raras veces consiguió, ser libre. Cataluña, la vieja Marca Hispánica, se pretende nación portándose como una aldea, como poblado levantisco de  tenderos de balanzas trucadas. Mejor, pero se sigue notando el cabreo. A ver, confieso que fui, cosas de la edad y de las influencias de modelos cercanos, anarquista de jovencito, comunista de boquilla y de salón en la adolescencia idiota, republicano hasta hace no poco. Incluso ateo. Pero se (me) cayó (encima) un muro. El de Berlín. Y las insensateces de Felipe González. Y las charlas desapasionadas en la cocina de mis tíos en Santos Lugares, en el salón de los Ceraso. El pudor ante los populismos ("mi general, cuanto valés"), los crímenes de Stalin, la idiotez maoísta con sonrisas, el "dameargo" sonrojante, los carros robados de Sánchez Gordillo, el antisemitismo nuestro de cada día, las pañoletas palestinas en los pescuezos, Rodríguez Zapatero soltando asesinos (otros los sueltan también hoy, pero son jueces y no políticos, y escribo a pocas horas de ser incinerado el viejo asesino o cómplice de Paracuellos), esas cosas estúpidas.



Y ahora los tropecientos mil catalanes gritando con cadencia vascuence, el mismo mito del terruño sagrado, el victimismo que tuerce la Historia y la destruye convirtiéndola en mito, la palabra excesiva de la Independencia. Tengo amigos, tengo familia (como catalán consorte) en Cataluña. Hasta he escrito, de circunstancia, algún poema de amor e íntimo en ese idioma que no es dialecto. Por eso me duele el ruido y la furia de los idiotas contando sus mentiras, proclamando el derecho de los pueblos a decidir. Una vez, ¿recuerdas, Salvador, recuerdas, José María?, con unos amigos jugamos a eso mismo, al derecho a decidir de los pueblos. Convertimos en República Independiente, con solemne acto de proclamación de Independencia, un piso en una primera planta de un viejo inmueble de calle Frailes. Hasta redacté, yo, la Constitución, plagiando la de Argentina de 1852. Aquella joven nación de Europa duró siete minutos. Hasta que unas amigas, justamente, nos arrebataron el documento histórico y machista y lo hicieron trizas. Ya está bien de tonterías. Eso es lo que está al final de ese camino. El derecho a fragmentarse de las naciones, a diluirse la nación en tribu, en pandilla, en facción, en hombre solo, en brazo amputado, dedo cortado, uña mordida. Cenizas. Nada. Soy español, pero no soy andaluz ni tampoco soy malagueño por mucho que esté aquí mi cuna y mi primera nana. Mi nación es España, sólo hay un pueblo, el español. El resto es población, geografía, censo. Que no me vengan con tonterías. Cervantes es mi abuelo, mi padre, mi hermano. Con ello me basta. Pero no, me pierdo nuevamente. Pienso en un viejo cartel falangista. Pájaros en vuelo, leones reposando, sonrisas, cestas de frutos. Y un lema. "Ha llegado España". Y el miedo que esa alegoría puede despertar en algunos. La unidad entre los hombres y las tierras de España. 



Pero no, no me voy a poner esa camisa. Tampoco a explicar mucho más, ni nada más. Lo que podría decirlo lo ha dicho alguien mucho mejor, con mayor nobleza y justicia:

No soy el primero y con seguridad no seré el último entre los españoles que piensa que en la difícil coyuntura económica, política y también social que atravesamos es imprescindible que interioricemos dos cosas fundamentales.

La primera es que solo superaremos  las dificultades actuales actuando unidos, caminando juntos, aunando nuestras voces, remando a la vez. Estamos en un momento decisivo para el futuro de Europa y de España y para asegurar o arruinar el bienestar que tanto nos ha costado alcanzar. En estas circunstancias, lo peor que podemos hacer es dividir fuerzas, alentar disensiones, perseguir quimeras, ahondar heridas. No son estos tiempos buenos para escudriñar en las esencias ni para debatir si son galgos o podencos quienes amenazan nuestro modelo de convivencia. Son, por el contrario, los más adecuados para la acción decidida y conjunta de la sociedad, a todos los niveles, en defensa del modelo democrático y social que entre todos hemos elegido.


La segunda es que, desde la unión y la concordia, hemos de recuperar y reforzar los valores que han destacado en las mejores etapas de nuestra compleja historia y que brillaron en particular en nuestra Transición Democrática: el trabajo, el esfuerzo, el mérito, la generosidad, el diálogo, el imperativo ético, el sacrificio de los intereses particulares en aras del interés general, la renuncia a la verdad en exclusiva.


Son esos los valores de una sociedad sana y viva, la sociedad que queremos ser y en la que queremos estar para superar entre todos las dificultades que hoy vivimos.

Es la carta del Rey de España en su página web. Dios salve al Rey. Dios salve a España. Y tenga piedad de nosotros.

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