lunes, 7 de enero de 2013

Lecturas: Blasco Ibáñez (Obras selectas III)

Comienzo el año leyendo a Vicente Blasco Ibáñez. De él había leído, allá en la juventud, "Mare Nostrum", de la que recuerdo la figura de Mata Hari y deslumbrantes párrafos sobre un Bizancio muy mitificado, y "La araña negra", el mitificado libelo antijesuítico, del que a la postre, más de treinta años después, sólo me queda el recuerdo del apellido Baselga, que era el del héroe, y un comentario escabroso acerca de un rizo en un medallón y el vello púbico. Así de caprichosa es la memoria.




Esta vez, guiado por la oportunidad de tener entre mis lecturas "Sangre y arena", seguido en el volumen por "Los cuatro jinetes del Apocalipsis", he regresado al autor valenciano. Cuya literatura no ha resistido demasiado bien el paso del tiempo. Tampoco demasiado mal. En "Sangre y arena" (1908) rechina el uso de la transcripción de la voz de los personajes, iletrados en su mayoría, con expresiones (abro el libro al azar por el capítulo II) como "Yo pondré orden, Juaniyo, cuando nos casemos. Ya verás qué bien marcha too. Verás cómo me quiere tu mare". El protagonista, Juan Gallardo, no es lo suficientemente sólido. Mayor interés tienen los subalternos de este matador desigual. Lo que el libro tiene como mayor mérito, a mi juicio, es mostrar lo que no se ve de la fiesta taurina, transida de drama y de barbarie. El capítulo final, que tiene el acierto de hacernos vivir la corrida final no desde el ruedo sino desde el patio de caballos, delata la barbarie a través del sufrimiento de los animales (se detalla una faena con banderillas de fuego con atroz justeza). El cierre de esta ficción deja a las claras de qué lado se pone el narrador: "De pronto, el circo rumoroso lanzó un alarido saludando la continuación del espectáculo. El Nacional cerró los ojos y apretó los puños. Rugía la fiera: la verdadera, la única".

Comparte esta novela con la que le sigue en el volumen, "Los cuatro jinetes del Apocalipsis" (1916), aparte del éxito de ventas, el haber sido objeto de adaptación cinematográfica protagonizada por Rodolfo Valentino. De esta segunda novela ha quedado en la memoria general la imagen de Valentino ataviado de gaucho de fantasía bailando un tango. Véase el fragmento de video adjunto.



Blasco Ibáñez, con gran ambición, hubiera querido lograr una obra maestra, un clásico antibelicista que superara a "¡Abajo las armas!" (1889) de Berta de Suttner. Tal vez lo logró Blasco, pero el florón se lo llevará, en 1929, Erich Maria Remarque con "Sin novedad en el frente". Lo que aquí parece plantearse como una saga familiar dividida y enfrentada por la Primera Guerra Mundial termina por convertirse en una toma de partido por la causa de los aliados, y más precisamente por la de Francia. Los discursos puestos en boca de personajes alemanes, y los que en voz francesa diseccionan las motivaciones germánicas, tienen la virtud de retratar lo que sería, no demasiado años después, el nazismo. Las penalidades y sacrificios de la familia argentino-francesa Desnoyers son el asunto principal de la novela. Lo que pervive es la premonición del nazismo. Véase , en las páginas finales, un retrato de los alemanes de 1914:

"Algunos de ellos, los más ilustrados y temibles, ostentaban en el rostro las teatrales cicatrices de los duelos universitarios. Eran soldados que llevaban libros en la mochila y después del fusilamiento de un lote de campesinos o del saqueo de una aldea se dedicaban a leer poetas y filósofos al resplandor de los incendios. Hinchados de ciencia, con la hinchazón del sapo, orgullosos de su intelectualidad pedantesca y suficiente, habían heredado la dialéctica pesada y tortuosa de los antiguos teólogos. Hijos del sofisma y nietos de la mentira, se consideraban capaces de probar los mayores absurdos con las cabriolas mentales a que les tenía acostumbrados su acrobatismo intelectual. El método favorito de la tesis, la antítesis y la síntesis lo empleaban para demostrar que Alemania debía ser señora del mundo; que Bélgica era la culpable de su ruina por haberse defendido; que la felicidad consiste en vivir todos los humanos regimentados a la prusiana, sin que se pierda ningún esfuerzo; que el supremo ideal de la existencia consiste en el establo limpio y el pesebre lleno; que la libertad y la justicia no representan mas que ilusiones del romanticismo revolucionario francés; que todo hecho consumado resulta santo desde el momento que triunfa, y el derecho es simplemente un derivado de la fuerza. Estos intelectuales con fusil se consideraban los paladines de una cruzada civilizadora. Querían que triunfase definitivamente el hombre rubio sobre el moreno; deseaban esclavizar al despreciable hombre del Sur, consiguiendo para siempre que el mundo fuese dirigido por los germanos, «la sal de la tierra», «la aristocracia de la humanidad». Todo lo que en la Historia valía algo era alemán. Los antiguos griegos habían sido de origen germánico; alemanes también los grandes artistas del Renacimiento italiano. Los hombres del Mediterráneo, con la maldad propia de su origen, habían falsificado la Historia.

Pero en lo mejor de estos ensueños ambiciosos, el cruzado del pangermanismo recibía un balazo del «latino» despreciable, bajando a la tumba con todos sus orgullos.

«Bien estás donde estás, pedante belicoso», pensaba Desnoyers, acordándose de las conversaciones con su amigo el ruso.

¡Lástima que no estuviesen allí también todos los Herr Professor que se habían quedado en las universidades alemanas, sabios de indiscutible habilidad en su mayor parte para desmarcar los productos intelectuales, cambiando la terminología de las cosas! Estos hombres de barba fluvial y antiparras de oro, pacíficos conejos del laboratorio y de la cátedra, habían preparado la guerra presente con sus sofismas y su orgullo. Su culpabilidad era mayor que la del Herr Lieutenant de apretado corsé y reluciente monóculo, que al desear la lucha y la matanza no hacía mas que seguir sus aficiones profesionales.

Mientras el soldado alemán de baja clase pillaba lo que podía y fusilaba ebrio lo que le saltaba al paso, el estudiante guerrero leía en el vivac a Hegel y Nietzsche. Era demasiado culto para ejecutar con sus manos estos actos de «justicia histórica». Pero él y sus profesores habían excitado todos los malos instintos de la bestia germánica, dándoles un barniz de justificación científica."

Esos alemanes de 1914 son los mismos de 1933, de 1939. La hondura psicológica que hubiéramos querido encontrar en la novela es compensada únicamente por el acierto de haber sabido prever la tormenta siguiente y auténticamente apocalíptica. Con todo, no es mal tiempo el que se dedique a recorrer estas páginas antiguas.

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