martes, 1 de abril de 2014

Lecturas: Peronismo. Filosofía política de una persistencia argentina (I) (José Pablo Feinmann)

Nunca me había interesado el peronismo hasta que en 1988 viví dos meses en Santos Lugares, Provincia de Buenos Aires. Las viejas pintadas de antes de la dictadura militar ("Isabel Conduce"), los anagramas misteriosos de la P sobre la V (¿Victoria Peronista?, ¿Perón vuelve?), escoltados por la PJ, la JP, del Partido Justicialista, la Juventud Peronista, todo eso, en fin, junto a las largas pláticas con mi tío por las tardes ("yo, sobrino, me vine huyendo de Franco y me encontré con Perón...") me hicieron volcarme con el enigma de aquel dictador argentino, añorado por muchos, y empezar a leer sobre él empezando con la biografía de Joseph Page y seguir con otros muchos títulos, incluyendo alguna primera edición del mismo Perón (entre ellas, un tesoro, "La hora de los pueblos" con dedicatoria autógrafa para alguien que entre los suyos incluye mi propio apellido). 


Poco a poco, fui construyéndome una imagen del general, del presidente, del político y del marido que me llevaba desde la fascinación hasta la repulsión. Dedicando a Eva Duarte un rincón lleno de respeto y compasión. Fue en Buenos Aires donde compré, en el ya lejanísimo 2010, en pleno bicentenario de la nación, el apetecido primer tomo del extenso serial que Feinmann fue publicando en el diario "Página 12" y que ya conocía, picoteándolos, por los PDF que alguien fue colgando en Internet. El resultado de mi interés por Perón (accedo al programa con el que he catalogado mi biblioteca; hago una búsqueda por materia. "Peronismo": 50 referencias), las ganas que le tenía a Feinmann y la lectura del primer tomo (salió otro posteriormente, que continúa el discurso cronológico de este volumen inicial, que se queda en el primer y fugaz regreso de Perón en 1972), resulta en una decepción.


El estilo literario de Feinmann es magnífico, sus razonamientos muchas veces son compartidos, excepto cuando se pone Kirchnerista (y algo peor: Cristinista), Hegeliano, antifoquista y mil zarandajas más que, para un cultureta español con sus pujos de casi argentino quedan muy lejanos, muy ajenos. Lo que fastidia (o directamente jode, usando el recio significado que damos en España y opuesto al que se le da en Argentina) es, por mucho que recalque que no apoya la violencia, que insista en comprender, en disculpar, a muchos de los que fueron asesinos políticos, esa "juventud maravillosa" que el viejo Perón también alentó y utilizó. Que esos asesinos fueran exterminados por otros asesinos no los convierte en víctimas, no les aporta honor. Por mucho que Feinmann intente concederles ternura. Por mucho que niegue que lo hace.


También se echa en falta que no sea verdaderamente una historia del peronismo, y que por tanto silencie nombres tan importantes como Cipriano Reyes (creo que lo nombra, de pasada, una sola vez) o Domingo Mercante, a quien omite directamente. A cambio, desmenuza apasionada y aburridamente el pensamiento de John William Cooke, los sucesos que Rodolfo Walsh narró en "Operación Masacre" o el asesinato, asqueroso e imperdonable (aunque no es tajante Feinmann en la condena), del ex presidente Pedro Eugenio Aramburu.


A cambio, el anális de cómo Perón era, en sus años finales, un logrero que supo instrumentalizar a la muchachada revolucionaria, es sobresaliente. Aunque también, al tratar del Perón de los años 40 y 50, Feinmann, sin más,  sin razonarlo, rechaza que fuera un populista fascista. Por el testimonio de mi propia familia, que vivió sobre el terreno aquel decenio fascinante de las dos primeras presidencias de Perón, tengo fundamentos para sostener que sí lo fue. Pero esa visión de la Argentina peronista como "patria de la felicidad" que retrata en sus maravillosas pinturas Daniel Santoro (a quien también admira Feinmann) sirve para encubrir la sordidez y la brutalidad de ese régimen seductor, cutre y efectista. Las ilustraciones que uso en este comentario sirven para pintar qué fue ese primer peronismo en el poder.


Feinmann yerra, y erra, como yerro y erro yo. Su discurso no es honesto. Tampoco el mío. Al menos, yo lo reconozco.




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