sábado, 23 de abril de 2016

De cómo Alonso Quijano cayó malo, y del testamento que hizo, y su muerte

Coincidiendo con los cuatro siglos de la primera edición de la primera parte del Quijote, Juan Francisco Ferrer me pidió colaborar en el volumen colectivo "El Quijote, instrucciones de uso" en el que se daba a un puñado de narradores la oportunidad de fabular en torno al mundo del personaje cervantino. Reescribí con la ineludible torpeza el capítulo final del Quijote basándome en la premisa arbitraria de que la realidad era fantástica, siendo por tanto reales los gigantes y los caballeros y los prodigios que Alonso Quijano el Bueno leía en los libros de caballería, y que su locura consistía en ver gigantes donde realmente había molinos. El resultado es éste.

         Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres; y como la de Alonso Quijano no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo penaba; porque, o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido, o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura, que le tuvo seis días en la cama, en los cuales fue visitado muchas veces del Arzobispo, del Maestre y del Nigromante, sus amigos, sin quitársele de la cabecera Sancho Panza, su buen escudero. Estos, creyendo ser la causa de su padecimiento la tristeza que para él había supuesto saber a Aldonza Lorenzo condenada a ser, por mala merced del mago Frestón, lo que en la realidad y a pesar de los desvaríos de Alonso Quijano siempre había sido, es decir, una altiva princesa, hacíanle propuestas de salir de nuevo a la ventura para mostrarle cómo de grata podía ser la vida pastoril y al claror del aire en la que églogas y madrigales servirían al abatido caballero a recuperar el juicio que desde hacía confusos meses le faltaba, empeñado como estaba en contradecir a todos con sus ocurrencias necias de desmentir su origen y valía afirmando ser un simple hidalgo algo más pobre que rico en vez de, como era notorio a ojos vista de sus muy numerosas hazañas que honraban a la Mancha entera, esforzado caballero y espejo de paladines, como se había encargado de difundir la voz de todos aquellos que habían sido testigos y hasta fedatarios de sus descomunales hazañas, de entre las cuales algunos autores señalan como la más arriesgada aquella en la que puso su vida al tablero tomando armas a favor del noble Pentápolis del Arremangado Brazo en contra de su enemigo Alifanfarón de la Trapobana, si bien es verdad que esta proeza realizó creyendo ser rebaños de ovejas las huestes que su diestra deshizo y casi le deshicieron.



         Alonso Quijano, pues, renunciando a su verdadero nombre, prez de la manchega república y más aún del glorioso orbe del Campo de Montiel, al tiempo que rechazaba con disparatadas sinrazones su muy alta cuna y censuraba su heráldico lecho ornado de heroico blasón que motejaba de incómoda yacija del todo ajena a las sábanas de Holanda que su acabado cuerpo cubrían, tomándolas por desmadejadas arpilleras, daba en repetir ser su condición la de un hidalgo de harto menguado patrimonio y a cuyo cuidado estaban encomendadas una honesta y recatada, amén de humilde, sobrina y una sobria ama, siendo la verdad que su estancia e enfermedad se ubicaba en no otro lugar que el celebérrimo alcázar del caballero Don Quijote de la Mancha, ya que tal era su gracia, alrededor de cuyas enhiestas y airosas torres rondaban gerifaltes y otras aves de afilado perfil y de altanería, en cuyas almenas flameaban al aire guerreras insignias a la vez que un tropel de pajes y mozos de corte, vestidos de finísimo raso carmesí tejido en los remotos talleres de Golconda, daban tiernos ayes de pesar por la maladía e su señor y dirigían al indulgente cielo emocionadas plegarias por la salvación del caballero, al que ni la amena compaña y los doctos consejos del Maestre Sansón Carrasco, ni siquiera las piadosas observaciones del Arzobispo, ni mucho menos los arcanos conjuros y bálsamos destilados por el Nigromante Gadifer de Arimatea, servían para elevarle el ánimo que hora a hora parecía languidecer, postrado como estaba desde el momento en que el médico de la corte sugirió atender la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro aún mayor del afrontado en sus hazañas que por el universo mundo corrían.


         Y así se sucedieron cinco días y cinco noches con sus plegarias, preces y lamentos, con los llantos tristísimos de la sobrina y del escudero fiel, los cuales veían extinguirse lentamente a la flor y ejemplo de los caballeros enamorados y valientes de su tiempo, quien parecía no tener otro deseo que el de tener a la cabecera de su lecho a su señora Aldonza Lorenzo, aunque fuese bajo la advocación de Dulcinea del Toboso, a causa del maléfico encantamiento del que era objeto la dama, pidiendo el caballero, a fin de paliar la ausencia de Dulcinea, la presencia de la blanca figura que habría de cerrar sus ojos y conducirle al pálido reino del que jamás se vuelve. Las horas se hicieron lentas y Febo aminoró su carrera por sobre los cielos para permitir llegar a la cámara doliente a los caballeros que deseaban socorrer, como era su pío deber, al paladín al que, indefenso, las fiebres devoraban, y así llegaron a la estancia del desfalleciente enamorado Durandarte para otorgarle su corazón como ofrenda, Rolando el leal que viene a ofrecerle su guante izquierdo, el que los ángeles de Nuestro Señor le dejaron en la pugna del paso de Roncesvalles, y llegó también Perceval trayendo en su diestra el Grial Santo que había servido para sanar de su mal al Rey Pescador, y concurrió Tristán el Loco con la copa de su elixir llena esta vez de unas gotas de agua del Leteo arrebatadas en fiera pugna a una tropilla de demonios de amargo color, y llegó Fierabrás con su bálsamo famoso, y llegó Bartual de Lusitania con el costado herido del que manaba ámbar y que, mezclado con la sangre de un dragón, resucitaba a los que dormían el sueño de la muerte. Fueron horas de silencio profundo, tan triste era la faz de don Quijote de la Mancha y tanto el arrobamiento y turbación de los caballeros que llegaban, espantados y mucho del aspecto del héroe, al que pertenecía la única voz que oírse podía en la sala, invocando el nombre de Dulcinea y el de la muerte, clamando a grandes gritos, poco creíbles en un hombre de su estado y condición, a grandes y temblorosos gritos ¡Aldonza!, ¡Aldonza!, ¡Aldonza Lorenzo!, gritos a los que sólo respondía el batir de alas de los gerifaltes alrededor de las torres y de la legión de ángeles que buscaban el alcázar de don Quijote para recoger su alma en el momento de expirar.



         Lentamente la altiva ciudadela fuese despoblando de visitantes que fueron partiendo, en silencio, con el espíritu sombrío y el más fiero pesar en el corazón, para buscar a Dulcinea del Toboso, prisionera del hechicero Frestón, y traerla a la presencia de don Quijote, que no admitía réplica ni disputa en cuanto a reclamar a su lado a la dama a la que, en su desvarío, en medio de tan grande máquina de disparates, daba el nombre de Aldonza Lorenzo, a la que, según señalaba a los pares que a su lecho se acercaban, podrían encontrar en el Toboso, empeñada en amasar pan o cebar cerdos, y puede que hasta en dar solaz a gañanes.

             Como fuese que los encantamientos, se tratase ya del de la reina Ginebra, del de la dueña Quintañona o éste de Dulcinea del Toboso, tienen por norma el de ser complicados y difíciles de remediar, no hubo manera de que los nobles y errantes caballeros dieran con la dama de la que era cautivo servidor y asendereado caballero don Quijote de la Mancha, con lo que se fue acercando más raudo de lo que aconsejaría la clemencia divina el aciago día en que el caballero habría de montar a lomos de un corcel bruno hacia el reino en el que moraban los más venturosos y desdichados caballeros y en cuyas celestes extensiones San Jorge bendecía a los que con virtuosa muerte y aún más virtuosa vida merecen llegar a tal lugar.



             Viendo que don Quijote daba muestras de un paulatino olvido del que era ejemplo el no acordarse de la batalla que contra treinta o más gigantes había tenido creyendo ser aquellos molinos en vez de enfurecidos jayanes, el Maestre Sansón Carrasco mandó concurrir junto al enfermo a un escribano para que dictase su testamento. Entró el escribano con los demás; y después de haber hecho la cabeza del testamento y ordenado su alma Don Quijote, con todas aquellas circunstancias que se requieren y vienen al caso, llegando a las mandas, dijo:

             — Item, es mi voluntad que de ciertas promesas que hice a mi leal escudero Sancho Panza de otorgarle el  gobierno de una ínsula o cualquier otro territorio que por mí fuese conquistado, ordeno se le dé el reino de la ínsula llamada Barataria para que haga de ella el buen gobierno que sin duda hará. Mas si resultase que no ha habido ni habrá caballeros andantes en el mundo, como es mi creencia a pesar de los avisos y recriminaciones que de contino se me hacen de ser yo un caballero en vez del hidalgo llamado Alonso Quijano, en ese caso, digo, en el de que la realidad se adecue a mi creencia profunda de que nunca abatí gigantes, dragones, grifos ni aun leones, como vanamente todos me quieren hacer creer, en ese caso, ordeno se le den a mi fiel Sancho Panza aquellos dineros que sean encontrados en mi poder en el momento de expulsar mi suspiro postremo.

             —¡Oh señor, señor! Por quien Dios es, que vuesa merced mire por sí y vuelva por su honra, y no dé crédito a esas vaciedades, que le tienen menguado y descabalado el sentido, respondió Sancho rompiendo en lágrimas, que es vuesa merced el más fino y enamorado caballero andante que ha andado las siete partidas del Mundo.

             Y diciendo Sancho esto oyose a lo lejos el plañir pesaroso de las trescientas damas que en la corte de la dulce Francia velaban por él, siendo la que más temía la pérdida de tan noble caballero doña Alda. Y oyéronse también los clarines y atambores de los caballeros que hacia él volvían trayendo a doña Dulcinea del Toboso aunque todavía bajo los efectos del hechizo, y escuchose asimismo el rugir de cien dragones que sentían abrirse de tristeza sus corazones, y lloraban treinta mil pajes vestidos de oro y pedrería que en todos los soberbios palacios desde Argamasilla a la Persia rezaban por su alma, y mil princesas enfermaban de tristeza y ardía el corazón del valiente Durandarte y de la herida de Gadifer de Arimatea manaba la amargura de la hiel porque sabían que sólo podrían, ya, verlo difunto y sin que Dulcinea, que contemplaba su rostro reflejado en las lágrimas que llenaban el santo grial, pudiese consolar al caballero que moría.

             — Señores, dijo don Quijote, no se hagan tantos plantos, pues es sólo un cristiano más el que aquí expira. Apacigüen sus ánimos, que aquí se entrega a Dios Nuestro Señor Alonso Quijano o don Quijote de la Mancha, sea cual sea el nombre que vuestras mercedes tengan a bien otorgarme aunque crean que yo vencí reinos, enamoré princesas, humillé tiranos y rendí fortalezas.

             Y con tales sentencias y consejos fue otorgando su testamento, dejando bajo la protección del Maestre y el Arzobispo a su sobrina y ama, ahora desmayadas y cuidadas por el Nigromante en la sala del Trono en la que ya un catafalco se elevaba, guarnecido de marfiles y damascos y poetas y sombríos juglares preparaban endechas, elegías y epitafios.

             — Item, suplico a los dichos señores mis albaceas que si la buena suerte les trajere a conocer al autor que dicen que compuso una historia que anda por ahí con el título “De cómo Alonso Quijano cayó malo, y del testamento que hizo, y su muerte”, de mi parte le pidan, cuan encarecidamente ser pueda, perdone la ocasión que, sin yo pensarlo, le di de haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe; porque parto desta vida con escrúpulo de haberle dado motivo para escribirlos”.

 

             Cerró con esto el testamento y los ojos, pues tomándole un desmayo, quedó todo inerte y tendido en el lecho. Alborotáronse todos ya que el alma del caballero parecía a punto de desprenderse de su envoltura mortal mientras el quejido de los luctuosos clarines se acercaba ya a los baluartes que rodeaban el palacio y ciudadela de don Quijote, y los gerifaltes perdían en el cielo el color de sus ojos y sus figuras se detenían inmovilizadas en el azar de su vuelo, y aullaban los pesarosos lebreles que antaño acariciaba el caballero, y rugían por última vez los dragones que morían de dolor, y temblaban las fieles damas de la corte de Francia, y Amadís de Gaula, silencioso en cortejo, lloraba dulcemente y volvía a llamarse Beltenebros, y el valeroso Bartual de Lusitania hallábase de súbito convertido en un orífice hebreo de nombre Mordecai Malarrama, y Dulcinea la bella siente caer lágrimas sobre su corazón transido y se siente morir y pide que no plazca a Dios, a sus santos ni a sus ángeles que siga viva después de don Quijote, y el cielo se vuelve oscuro y la luna se torna negra y baja sobre el sol, en el jardín del palacio los lirios y las rosas se deshacen en ceniza y la melancolía golpea los pechos de los caballos, los ojos de los caballeros, la herida de Gadifer de Arimatea  de la que un día brotó miel y ahora brotan lágrimas, la voz de Perceval que pide clemencia para el caballero, que pide sea llevado a otros labios el Grial que tiembla de tristeza.

             La tierra tembló, las piedras se rajaron, Don Quijote, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu... quiero decir que se murió.

             Los hombres miraron hacia la ventana, la luz entraba por ella y directamente daba sobre el rostro del muerto. Al otro lado, los cerdos hozaban entre las sobras de la comida.


[Publicado en Juan Francisco Ferré, ed.: El Quijote. Instrucciones de uso. Ediciones de Aquí, Benalmádena, 2005, volumen 2, pp. 195-203]




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